Mònica Ramoneda Rueda

 

HISTORIA DE DON ROBERTO

Alumnos de 3º Básico de la comunidad La Democracia

Comunidad de Población en Resistencia, La Democracia; provenientes de distintas aldeas del departamento de Sayaché, las gentes que ahora allí viven, escaparon de la guerra sin salir de Guatemala. Gentes de maíz que no llegaron al refugio en México; hombres y mujeres del puro Petén que, pensando que si no se juntaban ni con unos ni con otros nada les pasaría, recibieron los males de los militares en tierras chapinas. Y tuvieron que dejar sus casas para salir a andar en las montañas. Su huida: un andar sin rumbo. Su castigo por ser indígenas: el afilamiento obligado al ejercito genocida, en lo que llamaron Patrullas de Autodefensa Civil (PAC).

Habla Roberto, exPAC, buen hombre:

“Llegaron los soldados allí donde vivía, en tierra fría, cuando yo apenas cumplía los 15 años. Llegaron y juntaron a todos los hombres de la aldea, y también a los muchachos que se les veía fuertes. No importaba la edad, nos dijeron que para combatir lo que llamaban ‘el demonio del comunismo’ no importaban los años que uno tuviera. Mi cuerpo fornido por el trabajo de campo, a pesar de ser cuerpo de adolescente, cumplía con los requisitos que los militares buscaban. Así que me llamaron a mí también; a mí, que nada entendía de lo que de repente ocurría a mi alrededor.

‘Ustedes van a patrullar para salvar a la nación de los terroristas’; así nos dijeron. Para ellos, terroristas eran los guerrilleros, el llamado Ejército de los Pobres que se había alzado en lucha al ver usurpadas nuestras tierras y nuestros derechos como pueblo.

Nos entrenaron durante tres meses. Duro entrenamiento, puro adiestramiento para ser máquinas de matar. Por ejemplo, lo que más me atemorizaba a mí era cuando teníamos que pasar por debajo de un túnel de alambre de menos de un metro de altura. Mientras, arriba, puras balas de metralleta nos rozaban el pelo. Aquél que sacaba por descuido sacaba una mano, balazo recibía y así sin mano se quedaba. El que levantaba la cabeza más alto de lo debido, también las metralletas acababan con él. ‘Este no sirve’, y se reían los soldados.

Después de los 3 meses de entrenamiento ya estabas formado como patrullero. Nos organizaron por turnos y, una vez cada tres días teníamos que ir a patrullar en los puestos asignados. Era pura obligación. Teníamos que ir, dejarlo todo e ir. Sin ningún sueldo y pocas veces con comida, sólo tortillas con sal que traíamos nosotros.

En más de una ocasión me topé con guerrilleros; hermanos míos, pues, gentes de maíz como yo mismo. ‘Dinos, hermano, cuántas armas tenéis en el campamento’, me preguntaban. Y yo les respondía: ’13, compadre y 3 más de reserva’. ‘¿Y cuánta munición guardás, amigo?’, preguntaban también, pues esto era lo que realmente les interesaba; la guerrilla contaba con buenas armas pero escaseaban las municiones. Yo siempre les respondía, aún jugándome el pellejo; entendía su lucha pero también mi peligro y el de mi familia. ‘Miren señores –les decía- yo entiendo y estoy con su causa; pero a mí a patrullero me metieron. Yo no soy, ni quiero ser, militar; pero qué hacer si apuntan a tu mamá con la pistola y te dicen que o te metés a PAC o la matan. Ustedes dicen que su causa es ayudar a los pobres, y esto es bueno, pues; pero yo, pobre campesino, sólo a mi familia y mis tierras quiero conservar. Enriéndenme, se lo ruego, y si van a robar municiones háganlo con una estrategia que no nos perjudique a nosotros, a los campesinos pobres que, amenazados con rifles de los militares apuntando a la cabeza de nuestros hijos y mamás, tuvimos que meternos a PAC’.

Y ellos si lo entendieron. Por suerte nunca mientras a mi me tocó vigilar la bandera y las municiones, entraron los guerrilleros a robar. Si así hubiera sido, yo habría recibido la pena capital. Caval mi familia me hubiera visto muerto, torturado y despellejado colgando de un árbol. Porque eso así sucedía a veces. Los militares jugaban con el causar terror a las almas rebeldes; y un hombre, desnudo y sin vida a la vista de todos, mataba toda pretensión de revuelta.

Al fin terminó la guerra; 36 años, imaginase, pero en voz baja yo puedo decir que la guerra me favoreció en parte. Me robó la adolescencia, me llenó la mirada de muertes y horrores, pero me dio esta casa grande donde ahorita platicamos, y unas hectáreas más, allí a unos 5 kilómetros, donde con esfuerzo y sudor hice crecer mi ganado y construí mi corral.

Fue por suerte, por oportunas amistades con terratenientes… pero yo jamás quise pedir más que justicia; justicia para todos y entendimiento; que nos regresaran de vuelta la dignidad a los indígenas. A los que forzaron a meterse en PAC, a los guerrilleros, a los que huyeron a Méjico. La dignidad que nos da el maíz, por favor, pedía y sigo pidiendo que jamás se nos sea quitada la dignidad. Lo que la familia siempre pudo más, yo tenía que luchar por ella. A mi papá o mataron.

Y sí lucho, no soy cobarde, lucho con mi trabajo para dar a mis hijos lo que a mí me robaron: valores, infancia y educación.

La guerra ya pasó; yo no entro, como hacen muchos otros, en criticar a los que se fueron diciéndoles traidores, ni a odiar a los guerrilleros culpándoles de las muertes que causaron los militares.

No, yo sé y quiero hacer saber que ésta fue la meta que los militares: que el pueblo indígena se peleara entre sí. Y no, yo siempre digo que no, que todos sufrimos en el conflicto y que cada cuál caminó por el sendero que creyó que les iba salvar. A todos nos maltrataron, porque es igual maltrato recibir una metralleta con la orden de matar a tus hermanos, bajo amenaza de pena de muerte, o pero aún, de muerte de tus hijos; que tener que huir, perseguido por los militares, hasta salir de tu país, habiendo enterrado por el camino a demasiadas vidas inocentes.

Todos sufrimos, y a todos se nos fue negada la identidad. Y sólo ahorita, con la esperanza puesta en las nuevas generaciones y, sobre todo, en la educación, tenemos ante nosotros la oportunidad que nos merecemos”.

Hablando con don Roberto hemos aprendido que nada es jamás o blanco o negro, que juzgar a los Patrulleros de Autodefensa Civil como demonios es generalizar la culpa de unos pocos –o unos mucho, que más da- que sí gozaron con las muertes; hubo otros que no, ni mucho menos, aunque fueran pocos, aunque sólo fuera Roberto…

 

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